Retrato
de un artista adolescente, James Joyce. Libros Hidalgo, Bogotá D. C. Colombia,
2013, 264 p.
“No me evoques encantos que se van”. Stephen Dédalus.
Cuando
uno se acerca a un libro recomendado por alguien, por esos maestros que
despertaron la curiosidad profunda, siempre se hace con la expectativa de poder
recorrer punto por punto cada uno de los detalles como, por ejemplo, de que son
mundos totales. A simple vista parece fácil, pero una vez me acerco a estos
mundos me encuentro dejándolos por la complejidad que implica tratar de digerir
cada detalle, cada palabra, situaciones que son inexplicables como estar de
repente dialogando en un bar a presenciar un sepelio y, de hecho, es lo poco o
nada que recuerdo, como si se estuviera en un sueño, sin lógica, sin orden, sin
sentido. Abandono la idea de continuar con la lectura de Ulises porque me resulta imposible comprenderla.
Sin
embargo, me llama la atención consultar algunos detalles de la vida de Joyce,
el autor de la obra literaria, me detengo a leer a ver qué pistas
encuentro y me hallo con dilemas tan complejos como la propia decisión de su
autoexilio y el no poder encajar dentro de una sociedad que a simple vista (sin
intenciones de profundizar) no le corresponden, el tema puede ser tan sencillo
como complejo: religión. Vuelvo al inicio del libro y me encuentro con una
parodia sacrílega y después de leer cuanto artículo encuentro sobre este, y
con todas las temáticas que aborda, al fin encuentro la forma más sana de
acercarme, desde el inicio.
Esto
significa que no lo podré afrontar, primero, porque no se puede leer
mentalmente, hay que hacerlo en voz alta, se necesita mucha concentración y un
ambiente que yo encuentre apacible y familiar, por supuesto,
que ya lo había iniciado en voz alta, pero me confundían los cambios drásticos
de personajes, diálogos, lugares y narradores, y segundo, su forma de
escritura es un caos, quiere experimentar con el lenguaje, algo difícil para
alguien que es un tanto ordenado, pero muy introspectivo y amigo de lo onírico,
así que ya tenía dos herramientas a favor, el monólogo y lo absurdo.
Volviendo
al acercamiento desde el inicio implicaba leerme antes dos libros más,
con el primero, Dublineses, me
encontré con algunas características que he mencionado, aunque sólo en el
último cuento. Me propuse ver la película para lograr digerir su argumento, y
si bien no logré comprenderla toda, por lo menos ya me había hecho a la idea de
estar en una larga introspección con el personaje: una noche fría después de
una larga cena (otro dilema para no morir en el intento con las reuniones
burguesas - aristocráticas y sus largos diálogos, no fue difícil, ya me había
acostumbrado a Carlos Swann y Odette en Por
el camino de Swann), ya me imaginaba observando la ventana mientras el
personaje discurría su monólogo.
No
obstante, fue con esta lectura, Retrato
de un artista adolescente que terminaría por descubrir la verdadera forma
de escritura del autor (bueno, sólo una parte). Cuando tuve el libro en mis
manos me pareció que iba a ser muy fácil, me decía a mí mismo, —debe ser algo
de jovencitos—, ya iba leyendo la segunda página y no logré conectarme con
este, qué desconcierto, seguramente tomé otra obra y quedó rezagado en la
estantería otros dos años. De nuevo el desorden, era desconcertante, no tenía ni
idea quién comenzó realmente la narración: diminutivos, una canción de cuna,
algunos datos sobre parte de la familia y unos niños en un partido de críquet.
Los cambios de narradores fueron los más abrumadores al punto de ser los dos
uno mismo, una vez resuelto el dilema no me volví a fijar en este. Me llamaron
la atención la imaginación del niño, su capacidad de discurrir ante su propia
muerte y la capacidad de evocar detalles de otra larga cena en el que el tema
volvía a ser la religión. Como es una novela semiautobiográfica bajo un alter
ego comprendí el porqué del tema. Ahora había empezado a atar algunos cabos.
Otro
hecho que me llamó la atención fueron las múltiples “revelaciones” que se iban
dando con el personaje a medida que finalizaba cada capítulo. Los tres primeros
muy interesantes. Stephen Dédalus se convierte en héroe al denunciar al padre
Dolan ante el rector por haberle maltratado, en el segundo, descubre que desea
pecar con alguien de su misma especie para culminar con la expiación del pecado
más santo que nunca, en el cuarto ya me había perdido de nuevo, así que tuve
que retroceder la lectura, la cuestión es que la carne es débil por mucho que
esté inhibiendo sus deseos más profundos, aclaro que en esta revelación una
mujer al igual que un ángel, pero sin ningún contacto, da por sentado que no será
sacerdote y, bueno, los significados van mucho más allá.
El
último capítulo es clave y tan extenso como el tercero, pero más complejo,
porque nos encontraremos con el joven universitario, siempre al margen de todo
el bagaje que implica la formación de un jesuita, con todas sus contradicciones,
por decirlo así, disidente de sus clases en la universidad y en pro de ser un
gran revolucionario. Muchos detalles que se me escapan y que intento recordar,
ya que a lo largo de la novela de aprendizaje Stephen Dédalus tenía dotes
literarias y ya había ganado un premio (segundo capítulo), defendía a capa y espada a Lord Byron, era
muy enamoradizo desde que tenía dieciséis años, además de las disertaciones
sobre el Arte. Una que recuerdo mucho fue la del canasto en una plaza y cómo allí
en medio de esa escena se puede determinar aquello que los artistas definen
como “Belleza” y que consiste en fijar la atención única y
exclusivamente en el objeto que se quiere contemplar (lo estático, en mis términos).
No
en vano es un fiel retrato de un artista, y es que desde niño ya percibía el
sonido de los balones desde una perspectiva no muy usual haciendo eco en su
mente, tampoco sentía encajar con los demás compañeritos, otro aspecto que dejé
olvidado es la capacidad de intuir los problemas económicos alrededor de la
familia lo que hace que se traslade a otro colegio.
La
última revelación hace que su vida tome un giro inesperado, está enamorado,
pero se desencanta al descubrir que su pretendida está coqueteando con uno de
los profesores de la universidad, aun así, da rienda suelta para profundizar
sus dotes de escritor con una “Villanella”, de la que tuve que investigar para
saber qué era. El poema es muy diciente y me llamó mucho la atención por la
forma como termina, esta es la razón de la cita después del título. Es probable
que sea esta decepción junto con la idea de su madre de tomar los hábitos que
exprese decididamente partir. El final es tan emotivo que se nos revela parte
de un diario del artista, como siempre, rompiendo drásticamente con el hilo de
lo que con antelación es la confesión con uno de sus mejores amigos, sólo que
en esta ruptura ya no me perdí como al inicio del primer intento por leer el Retrato de un artista adolescente.
A
modo de conclusión somera, la lectura de este y sus otros libros pueden
resultar un total desastre si no tenemos en cuenta lo que puede significar
estar perdido en un laberinto, y es apenas entendible por qué eligió
el nombre para el personaje principal. Creería que hasta para enfrentar
cualquiera de sus lecturas es ya encontrarse a la deriva, al principio como he
contado en la experiencia de leer el Ulises
pensé que sería displicente no guiarme por sus otras dos entradas, Dublineses y Retrato de un artista adolescente. Ahora, quien haya tenido una
excelente formación en la lectura probablemente le resulte innecesario,
cuestión de asumir el reto. Respecto al personaje, Stephen Dédalus, que vuelve
a ser protagonista en Ulises es de
por sí todo un laberinto, lleno de contradicciones, dudas y hasta desasosiego,
la misma isla, como en el mito de Ícaro y Dédalo, ya era para Stephen Dédalus un
callejón si salida, por lo que no es gratuito que tanto en la historia como en
su propia vida, la del propio Joyce, decida abandonarla para siempre. Desde el
argumento también todos son intentos, manifestaciones o en términos más
técnicos, epifanías, es como si
alzara el vuelo para luego caer después de cada intento, el quinto será decisivo,
ya no habrá vuelta atrás. Desde esta perspectiva es posible asumir que al igual
que Dédalus todos nos encontremos en un constante vuelo por salir de nuestros
propios laberintos, los que no asumimos, los que asumimos a medias, los que
dejamos atrás y los que retomamos porque después de todo esa es la condición
humana: vivir.